Año nuevo 2024 en Chincha
Nos invitaron a una hacienda en Chincha. La
entrada al fundo, marcada por un camino principal arbolado de palmeras, nos
recordaba a las avenidas de Miami. El dueño del lugar, un visionario que creía
en lo ilimitado de las posibilidades, otorgaba al ambiente una magia palpable,
como si estuviéramos inmersos en un cuento que desafía la realidad.
En aquel rincón paradisíaco, la recolección
diaria de millones de huevos era solo el preludio de una sinfonía agrícola que
incluía paltos, mandarinas, arándanos, caballos de polo y yeguas que brindaban
vida al lugar. Unos pocos kilómetros nos separaban de la bulliciosa carretera
Panamericana, pero aquí, el tiempo se desaceleraba, tejiendo su propio ritmo.
La jornada nos llevó a la recolección de
huevos, un proceso que se convertía en danza cuando las gallinas, desataban su
algarabía. La planta tenía brazos robóticos y maquinaria de vanguardia, donde
los huevos se convertían en tesoros organizados con meticulosidad.
Caminamos por la cancha de polo, cruzamos el
puente colgante que se alzaba sobre un río de caudal imponente. La naturaleza
se volvía espectáculo cuando las llamas para limpiar la maleza danzaban en el
crepúsculo, fundiéndose con la paleta de colores que adornaba el cielo.
Al día siguiente, entre risas y complicidad,
dedicamos tiempo a cepillar a los caballos. Mi amiga, que antes temía a estos
nobles animales, se adentraba ahora en el grupo, rodeada de caballos que la
aceptaban como si fueran compañeros leales. Una foto capturó el momento mágico:
el ojo del caballo reflejaba la puesta de sol, una escena digna de una pintura
impresionista.
Nos aventuramos a una excursión a la zona de
los arándanos, donde el relato de la lucha contra los elementos, quitando
piedras y sembrando a lo largo de los ríos secos, añadía capas de significado a
la experiencia. La recompensa, saborear arándanos recién recolectados, añadió
una nota de deleite.
Para recibir el nuevo año, me regalaron un
frasco de hierbas con aroma a bosque. La mezcla hervida, enriquecida con sal y
aceite de coco, se convirtió en un bálsamo que invocaba la buena energía, un
momento de conexión con la esencia de la naturaleza. Me sumergí en un baño de
florecimiento, donde esa agua tibia, acarició mi piel como un rito ancestral. Una
ceremonia que liberó energía, purificó mi ser y sintonizó mi espíritu hacia la
promesa de abundancia y éxito. Incluso mi hija, cautivada por el misterio de
aquel ritual, se aventuró a experimentar sus efectos.
Una caja china, reveló un festín de sabores:
un chanchito crocante, chorizos y carne suave. El arroz árabe, las papitas
coctel con la inconfundible salsa verde de ají creada por mi amiga.
A La llegada de la medianoche el grupo se
saludó y brindó con burbujeante espumante.
El primer día de enero
nos recibió con la calidez de una mañana soleada.
Después de un
reconfortante almuerzo, nos dirigimos a la Casa Hacienda, un remanso de
exuberancia donde la piscina se convertía en un oasis rodeado de plantas que
conferían al lugar un aire selvático.
A poca distancia, un
estanque poblado por peces de colores ofrecía su encanto, y una pérgola con una
cama balinesa invitaba al descanso y la serenidad.
En la penumbra de la
noche, nos aventuramos en busca del milagro de la vida: el nacimiento de un
potrillo. Una yegua, inmóvil, parecía estar en trabajo de parto. La
acompañamos, la abrazamos pero la luz de nuestras linternas reveló un
conmovedor detalle: un ojo infectado que exigía atención. De regreso, una
diminuta ranita cruzó nuestro camino, saltando con alegría.
El bungalow nos acogió
con risas y juegos de mesa, creando memorias que resonarán en nuestros
corazones. Al despertar, ascendimos al mirador, donde dos árboles nos esperaban
en silencio. Los vestigios de una fogata recordaban las historias compartidas
en la cima del cerro, donde la vista del valle se desplegaba majestuosamente,
atravesado por el curso del río y salpicado de extensas plantaciones.
Antes del último
almuerzo iríamos a explorar la capillita.
Vicky, la amiga de mi
amiga hizo múltiples intentos para abrir el candado hasta solicitar ayuda
externa. En su interior, bancas de madera custodiaban un altar barroco adornado
con pan de oro, una escultura de San Martín de Porras y una biblia abierta en
el evangelio de San Marcos. Aquel lugar había sido testigo de uniones y
despedidas.
Con las pertenencias
cargadas en el auto, nos dijimos adiós y un "¡Vamo pa' Chincha familia!",
resonó en el aire como un canto de celebración de momentos compartidos en aquel
rincón mágico.
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